¿Quién le corta las alas a los pájaros?
Un Cuento Tabasqueño
por Gabriela Gutiérrez Lomasto

enviado por Irina Santamaría Narváez
Macuspana, Tabasco.


-¡Trino! ¿Qué pasa con el niño? ¿por qué llora?

-Es que quiere pasarme el triciclo por los pies, señora..

-¡Pues déjale hacerlo! el niño no pesa nada. ¿No entiendes que el señor está durmiendo la siesta porque necesita descansar y no lo dejas?

Y Trino, con los ojos vidriados por el llanto, la ira y el dolor anudados en la garganta, se paraba a mitad del corredor de mosaicos verdes para que Dani le machacara los pies descalzos con las ruedas del cromado juguete.

Allá en un rincón de la lejanía, en el sitio donde el hombre pierde el sentido de la vida y no alcanza a llegar la mirada de Dios, donde se duerme con el rostro pegado a las paredes de tablas o de adobe, o ladrillo con revoques de cal desprendidos y sucios; donde la vida nace entre susurros sexuales de una promiscuidad silenciosa y oscura, de llanto de niños recién nacidos y ronquidos de viejos sin tiempo ni esperanza; donde las manos mugrosas aprietan las tripas para acallar las protestas del hambre por el vacio que las retuerce con mayor furia cuando el día se venda los ojos para encontrar el camino de los luceros, vivía Trino.

Cierto que el papá no era muy bueno, ni lo acariciaba nunca, ni le compró jamás un globo ni un cuaderno, pero ¡era su papá!, algo que le pertenecía, algo igual a lo que muchos niños que conocía tenían, y también para poder decirle a los grandulones del barrio cuando se comían los dulces y las frutas que solía vender y luego se negaban a pagarle, que "ya se las verían con él", aún cuando como siempre, él llegará dando traspiés y diciendo cosas no más por decir.

Era grande y fuerte; cuando prestaba su pequeño cuerpo para servirle de apoyo en el trayecto del callejón a la puerta así le parecía, o asi quería sentirlo, ¡quién sabe!; lo cierto era que pese a que sus puños y sus palabras dibujaran mil amenazas y los muchachos se rieran de él, Trino se sentía protegido.

-Te voy a entregar con el señor ingeniero que es muy bueno, para que nada te falte; a él si tendrás que obedecerle cuanto te diga. Yo creo que ahí se te quitará lo flojo y malcriado, ya verás cómo ahí vas a hacerte un hombre de bien.

¿La mamá? esa sí que era buena, pero no tenía tiempo para quererlo; una vez se lo dijo muy calladito, casi con pena. La pobre, siempre lavando, siempre enferma, siempre trabajando y planchando en casas ajenas, tuvo muchos niños, ¡quién sabe cuántos!, pero se morían.

Todos salían en cajas pequeñas que el papá cargaba en una sola mano. Quién sabe cómo él y Santos se le habían escondido a la muerte entre aquel laberinto de trapos tendidos y cajones de basura; sólo ellos podían alegrarse de haber vivido burlando tantas veces su presencia.

Lola -que así se llamaba su mamá-, no habla tenido edad; según él la recordaba, fue siempre la misma: ojos lavados por el llanto, boca seca de risas y palabras, cabellos largos prendidos en la nuca con una peineta, tez blanca, casi transparente, manos rugosas y vientre siempre abultado.

Algunas veces de noche, la sintió cerca de él, besándole quedito, acariciándole con miedo la cabeza llena de greñas pegajosas de mugre y sudor; y él se hacia el dormido para no asustarla, para que no le diera vergüenza y siguiera acariciándolo, para que no se fuera pronto.

-A tu mamá, Trino, se la llevaron en la ambulancia. Se puso muy mala; dijo que busques a tu tía Chita y te quedes con ella mientras regresa. Te voy a dar el rumbo y te llevas también a Santos.

El tiempo se llevó las horas de muchos días y noches; su mamá no volvió nunca. Doña Chita tampoco tuvo tiempo para amarlo, pero ella porque no quería. Gritos, jalones, insultos, golpes y trabajo, algún bocado mil veces reprochado y pedazos de ropa de otros dueños.

Y Trino quién sabe por qué, se hizo malo, peleonero y vago. Las maestras de la escuela lo mandaban a cambiarse de ropa, bañarse y a buscar los libros y cuadernos y ya no volvia; acaso con el pretexto de no tener qué ponerse y no tener ningún libro, y entonces se echaba a caminar por todos lo rumbos, desquitándose con todo, tirando piedras, rayando coches, rompiendo cristales, pegándole a los niños limpios y bonitos, regando la basura de los botes y haciendo mí maldades más.

Así el tiempo, la pobre doña Chita no tuvo más remedio que regalarlo para que se hiciera hombre de bien y gracias a que el generoso señor ingeniero -ése que a veces le daba chamba de albañil en sus construcciones al marido- lo quiso recoger, se quitó de encima aquella responsabilidad que la difunta su cuñada le diera nomás que porque sí.

Trino no podía quejarse: le dieron ropa buena, cierto que un poco grande -el ingeniero no era de mucha estatura-, pero la suficiente para que los compañeros de la escuela nocturna adonde lo habían llevado, se rieran de él y le llamaran con el apodo de El Espantapájaros; mas era ropa limpia y entera, tenía cuadernos y lápices suficientes, pero el quehacer de la casa era tanto -barrer el jardín, regarlo, lavar los coches, los vidrios de las ventanas, hacer mandados y entretener a aquel odioso niño, que cuando no le jalaba los pelos lo pellizcaba, le aplastaba los pies o lo acusaba con chillidos de mil cosas que sólo por miedo no le hacia, pero que la señora creía y le costaban regaños y castigos injustos-, que no le dejaba tiempo para usarlos como él en un principio quiso hacerlo: La comida era sabrosa -no mucha-, que los platos cuando volvían de la mesa ya no traían tanto y además era tan tarde, que hurtando aquí y allá pedazos de ésto y lo otro, ya se había llenado el estómago.

Dormía en el cuarto de los trebejos en un catre cómodo, de sábanas limpias, y tenía un foco de luz para alumbrarse. Lo malo era cuando había tempestad y los rayos tronaban como látigos en su corazón y el miedo lo ganaba y su llanto se perdía en el ruido de los grandes goterones que caían y resbalaban en las tejas de zinc, como tropel de duendes, o cuando el calor lo afixiaba y no se atrevía a abrir la puerta por temor a los perros, que por las noches quedaban sueltos para cuidar la enorme casa, pues ya había sido testigo, horrorizado, de cómo una vez casi despedazan al chofer; sólo al ama de llaves le obedecían y ella era la encargada de encadenarlos durante el día y muy temprano, para que él pudiera empezar su diario trabajo. Doña Ana, que así se llamaba, no era ni buena ni mala; simplemente no se fijaba en él, sino para ordenarle esto o aquello. Por lo demás, no podía quejarse.

Y así pasaron tres años. Jamás supo de su hermano ni del padre; perdida la esperanza de que alguna vez fueran a buscarlo, un día cualquiera rompió las puertas del miedo y regresó a la calle, a vagar, ahora sí que a hacerse hombre. Por el robo de unas frutas lo cogieron preso y lo encerraron algunos meses, los suficientes para hacerse de amigos -esos si que lo eran-, los primeros que tuvo en su vida, los que compartieron con él sus secretos y su rabia.

Cuando salió, después de una buena reprimenda que le diera aquel elegante señor, esperó a sus cuates y formaron un grupo -"banda" les dice la gente-, y comenzó a golpear todo lo que antes lo había golpeado: robaron en una tienda y él escogió lo mejor; por primera vez estrenó ropa, y ropa fina, zapatos, calcetines y hasta corbata; después fue una joyería y entonces lució anillos de piedras brillantes y reloj; luego un coche y supo lo que era ganar distancias sin que los pies se le desollaran con las piedras o el pavimento.

Y Trino se volvió malo: a sus 17 años era buscado por la policía, temido por la sociedad y por los que formaban parte del grupo. Se volvió, ahora si, despiadado y cruel. Aquella noche entraron a la tienda del viejo de por su antiguo rumbo, donde llegara tantas veces de chamaco con su mamá a entregar ropa; a la casa del tal don Antonio que se quedó, a cambio de algunos pesos prestados, con la pocas baratijas que tenía doña Lola y al que a cuenta de esos préstamos jamás podía dejar de lavarle montañas de ropa de medio uso, que él compraba y luego revendía a tan buen precio.

Esa infortunada noche Trino se volvió malo, malo; ahora si malo de veras y cuando el viejo se negó a entregarle el dinero y las prendas de oro que guardaba, jurando por Dios que era hombre pobre y honrado, que a nadie hacía daño y que no guardaba nada que no fuera su amor por el prójimo, Trino lo tomó por el cuello y apretó con toda la fuerza que da el odio; al recuerdo de las injusticias y las angustias apretó sin piedad, como si así destripara su niñez y su orfandad. Los demás huyeron -no era cosa de matar a nadie- y a él lo agarró la policía. Ni pudo ni quiso huir.

Nadie le sacó una palabra. El crimen salió en todos los periódicos, al igual que su retrato: "..el terrible bandido apodado El Espantapájaros, estaba al fin a buen recaudo". La sociedad ya podía dormir tranquila porque todo el peso de la ley caería sobre el temible e inhumano delincuente.

Y así fue. ¡Qué bonito discurso el de aquel oloroso y distinguido señor llamado Juez, qué bien habló! ¡Veinte años de cárcel! No era cosa de sentimentalismos: a la sociedad hay que protegerla y darle la tranquilidad que merece. Los delincuentes como Trino no tienen sitio en ella. Y la gente honrada y buena pudo dormir tranquila.

Mientras, bandadas de pájaros surcan la noche en todas las direcciones, en busca de un árbol como refugio donde esperar el alba.



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