HUICHOS
Mayo, 2003





ADVERTENCIA
Lo siguiente es una dramatización de lo que pudo haber ocurrido.

Los nombres y las circunstancias son reales. La sucesión de hechos pertenecen exclusivamente a la imaginación del autor

JOSE FRANCISCO PEREZ ALVAREZ

HUICHOS -- (Crónica de la muerte anunciada de un policía)


   Si el Comandante Carreta hubiera sospechado que esa mañana lo iban a matar, ni siquiera se hubiera parado de la cama. Seguramente, se habría estirado cuan largo y fornido era, sentado sobre el borde del lecho y le hubiera rementoteado la madre al sol por haber salido. Pero en vez de eso, ignorante del destino fatal que le aguardaba, a las 6 de la mañana, se lavó la cara, se cepilló los dientes, se caló el uniforme pulcro, sin arruga alguna, con las insignias doradas, pulidas casi en forma enfermiza, brillantes hasta la obsesión. Se calzó las botas negras e inmaculadas y le pasó revista al figurín de oficial que vestía cada mañana de cada tercer día para cumplir con la guardia de 24 horas correspondiente.

  Se paró en mitad de la cocina con el pocillo de café amargo y caliente que se tomaba en 4 sorbos mientras se perdía en elucubraciones mentales, en esos 15 segundos que tardaba en terminarse el aromático mientras observaba los gestos que su mujer hacía, al tiempo que le soltaba una retahíla de palabras que iban desde las últimas noticias y rumores hasta los clásicos reproches y quejas de toda una vida conyugal, como si en ese breve lapso se detuviera el mundo entre tanto desaparecía el líquido espeso y ardiente por su garganta.

  Ya en la calle, se reajustó el uniforme y observó él “Mido” dorado que llevaba en la muñeca izquierda: faltaban 15 minutos para las siete de la mañana, y ya hacía un calor sofocante. El cielo seguía cubierto de esa espesa neblina que se forma en los meses de seca, cuando todo mundo se dedica a quemar los campos con la plena intención de desmontarlos y prepararlos para la siembra en vísperas del monzón, o "del tiempo de agua" como dicen por acá. Por lo menos esa es la excusa con la que se justifican cuando el fuego se les sale de control y arrasa hectáreas y hectáreas de terrenos colindantes, por haber hecho caso omiso de las precauciones necesarias para llevar a cabo dicha tarea, por ignorancia o porque sencillamente les importa un rábano lo que pueda ocurrir, mientras que el bendito incendiario está mas que hecho un zorro, agazapado en su casa; y a la hora de la hora, nadie sabe quien encendió la jodida candela.
Porque a la hora de la verdad, nadie sabe nada..

  Carreta se acarició el espeso y negro bigote de cabellos hirsutos y se encaminó hacia el palacio del Ayuntamiento, con la certeza de que iba a hacer un calor de los mil demonios, tal y como lo había hecho el día anterior y como lo iba a hacer al día siguiente, por lo menos hasta que llegaran las lluvias.

  Traía la misma sonrisa que se confundía entre la broma y el cinismo; gozaba en recordar lo que había pasado noches atrás cuando a duras penas, había alcanzado a salir, apenas librado, de la casa del Oficial Fernando Hernández, el “Puerquito” (como era conocido en la corporación), en donde se había estado pasando un rato bastante satisfactorio con la amasia del Oficial.

  Conforme caminaba se le crecía la gracia del hecho, mismo que se corría como pólvora entre todos los demás elementos de la Policía y que, en más de una ocasión, no faltó el simpático compañero que se lo soltó al Oficial “Puerquito":

-¡...que Carreta se anda cogiendo a tu mujer, pinche puerquito, y tu aquí de pendejo...!
-¡...Conque ya nos enteramos de que Carreta anda en sociedad contigo...!

  Y el Oficial “Puerquito” apechugaba entre pecho y espalda, dando vuelta a su obesa y corta figura, refunfuñando quién sabe qué recordatorios de madre bajo el cerdoso y escaso bigote que le daba un aura más ridícula que la que ya su sola imagen transmitía, con esa porcina nariz que le sobresalía en la cara.
Sin embargo, el Oficial Puerquito seguía calmado...

  Quizá esto era lo que propiciaba que los demás se ensañaran con él, al no ver ninguna reacción de su parte, salvo la pasiva y silenciosa tranquilidad con que aceptaba la bola de improperios de los otros. Esa misma pasiva y silenciosa tranquilidad con la que se quedaba viendo a su mujer y con la que la desarmaba haciéndola caer en arranques violentos tratando de ocultar la culpabilidad que la destrozaba por dentro:

-¿Pero qué madres me estas viendo, Fernando?...-
-¡Bueno, coño!.. ¡si tienes algo, ya dímelo, carajo!-
-Parece que estás ashushado...
Sin embargo, el Oficial Puerquito seguía calmado...

  Porque esa era su naturaleza: opacada, reprimida hasta el máximo de toda una vida de práctica, continua y diaria, de frenar todo tipo de emoción sin importar de cual se tratara.

  Así que Puerquito amaneció con la mala noche del insomnio de preocupación, con la desvelada de "..lo que debí haberle dicho", de "..lo que tenía que haberle hecho"; porque otra de las manías del Oficial Puerquito era vivir en su mente su propia vida, más que en la realidad, como era natural y sano hacerlo. De tal forma que se levantó más temprano que de costumbre. Vistió el arrugado uniforme, descolorido por el uso, con las botas despintadas por cada promesa incumplida de lustrarlas. Apenas y se lavó la cara y solo alcanzó a enjuagarse la boca, mientras que en su cabeza desfilaban mil y un maneras de cómo iba a soltarle al Comandante Carreta todo el coraje que llevaba dentro; todo ese coraje que tenía almacenado en las vísceras y que amenazaba con estallar de tanto estarlo acumulando. Se pasó los dedos por los cabellos con la intención de peinarlos y advirtió a esa mujer que aun dormía en su cama y que desde hacía mucho tiempo se había convertido en el escollo de su existencia, en la carga de rencor amasado y vuelto a amasar en la silenciosa hoguera de resentimiento en que se había convertido.

  Tomó el café azucarado que acostumbraba y que aun así, le supo a hiel. Lo sorbió lentamente, hasta que notó que apenas faltaban 15 minutos para las siete, y salió rumbo al palacio del Ayuntamiento para cumplir con su guardia, pero sobre todo para encontrarse con Carreta. Ya en la calle clavó los ojos en el cielo y en la espesa neblina que le impedía al sol descargar toda furia sobre la tierra.

  -¡Va a hacer un calor de la chingada!- alcanzó a mascullar mientras su cabeza volvía a meterlo en el agujero del rencor acumulado, de la ira frenada y de las mentadas de madre reprimidas.
Sin embargo, el Oficial Puerquito seguía calmado...

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  El Teniente Oviedo se acomodó por cuadragésima vez sobre el sillón de su oficina, desde los 15 minutos que llevaba en ella. Nervioso hasta más no poder, apenas controlaba esa terrible ansiedad producida por el inmenso miedo de tomar decisiones y errarla, como si en esta vida no pasaran más de dos cosas: o salen bien o salen mal y punto. Si salen mal, pues se aprende la lección para la próxima y si salen bien pues qué bueno.

  Pero esto no existía en el marco de creencias del Teniente: sencillamente, era un hombre que se guiaba por las normas, por lo establecido, sin darse la oportunidad del lujo de la flexibilidad por el terrible temor a equivocarse en su fallo. Precisamente por ésto vivía cometiendo toda serie de metidas de pata cuando perpetraba el acto temerario de tomar una medida; porque en el mejor de los casos le turnaba a todo mundo cualquier asunto o problema, por nimio que éste resultara, aunque fuera su responsabilidad.

  Claro, con su respectivo oficio para lavarse las manos de toda consecuencia. Cuando no lograba que nadie cachara la bola caliente, le explotaba el conflicto y se convertía en el monstruo sobre-reaccionador que polarizaba todo y volvía a regarla, para luego arrepentirse y tratar de sobrecompensar a quienes había afectado con sus nada atinadas decisiones.

  Así navegaba el Director de la Policía municipal: veladamente temeroso, abiertamente responsivo; con la negligencia disimulada de prudencia y la intolerancia disfrazada de disciplina. Sin desaprovechar ni un solo día para que cualquiera que tratara con él se diera cuenta de que la recomendación era quizá lo único que lo mantenía en el puesto.

  El Teniente se reacomodó por cuadragésima primera vez en el sillón y repasó los 46 canales que le proporcionaba el sistema de cable local, sin darse cuenta de que ni siquiera el cable llenaba su vida y perdiendo la oportunidad de poder encontrar el momento en que su existencia se había descarriado. Porque si lo hubiera hecho, entonces se hubiera cuestionado la futilidad de su ser, su infelicidad, su terrible miedo a equivocarse, el obsesivo y fracasado interés por que su imagen no se manchara, su miedo a ser abandonado y la terrible homofobia que expresaba malhablando de cuanto homosexual se le atravesaba en su camino, sin mencionar el trato preferencial que les daba cuando alguno caía detenido, o sea, en sus manos. El frío del aire acondicionado le hizo toser y volvió a acomodarse en el sillón como si hubiera algo que lo incomodara en el mueble, cuando la incomodidad la traía por dentro.

  La puerta de su oficina se abrió intempestivamente para que la figura del Comandante Dorilian se hiciera presente con su satírica forma de ser, con la espada de chinga-quedito desenvainada:

-¡Pa´su mecha, jefe, ya ni la chinga! ¡nosotros acá afuera, muriéndonos de calor y Ud. no es capaz de abrir tantito la puerta pa´que nos llegue un poquito de aire!- le lanzó Dorilian en la cara, refiriéndose a las secretarias, al Juez de paz y a él mismo, que se cocían en su jugo en la sala contigua que, a lo sumo, llegaba a tener un pequeño ventilador que lo único que hacía era repartir el aire caliente a todos los que pudiera y que evidenciaba la mezquina actitud del Teniente.

  Obviando el permiso de entrar, Dorilian se sentó aflojando todo el cuerpo sobre la silla y con la sonrisa en la boca que dejaba ver su dentadura cubierta de metal le soltó el toro en el ruedo:

-Bueno, jefe. ¿qué vamos a hacer con el problemita ese del Comandante Carreta y el Puerquito?. Eso luego se va a volver un desmadre y no lo vamos a poder contener- le espetó Dorilian con el tonillo de “Te lo estoy comentando a tiempo para que luego no salgas con que no te dije”.

  -Lo que hay que hacer es separarlos en guardias diferentes..- aconsejó Dorilian observándolo a los ojos, como esperando respuesta. Lo que Dorilian ignoraba es que el Teniente no estaba ahí: su cabeza estaba preocupada por la regañada que le había pegado recién el Presidente Municipal, y en lo que le había dicho:

  -¡Bueno, Teniente! ¿Es Usted el Director de Seguridad Pública o el Mensajero de los Policías?, porque ¡qué bárbaro! cuando viene a hablarme, sube Ud. engallado y "..que los elementos quieren esto y que quieren lo otro..". Pero cuando está con ellos, es Ud. una sedita. Entonces, ¿para qué carajos está Ud.?- le había dicho el Alcalde, realmente molesto.

  "¿Porqué me habrá dicho eso?..." divagaba el Teniente, "..yo estoy haciendo bien mi trabajo. ¡¡Verga!!. De seguro le están llenando la cabeza en contra mía.. ¡eso es!.. de seguro, alguien me está grillando.."
Así que cuando Dorilian le estaba diciendo lo de arreglar el problema del Comandante Carreta y el Oficial Fernando Hernández, conocido como el “Puerquito”, ni se enteró.

  -Ahorita lo vemos.. se lo voy a comentar al presidente para ver que hacemos- contestó el Teniente.
-Yo se lo digo,- declamó Dorilian con el sonsonete de discurso político que acostumbraba a usar en son de broma al retirarse de alguna conversación, -porque nosotros tenemos la obligación, legal y moral, de cumplir y hacer cumplir las leyes y reglamentos del bando de policía y buen gobierno. Por eso votó la gente por nosotros, porque somos individuos con una gran capacidad de servicio-

  -¡Ya deja de mamar, Dorilian!- le gritó el Teniente, sonriendo.
Dorilian salió, riéndose y reafirmando la misma opinión que tenía desde que había visto al Teniente por primera vez:
"-¡Es un pendejo ese cabrón!-"

  Dorilian Martínez era el Subdirector de la Policía Municipal, y a diferencia del Teniente, había llegado a ese puesto elegido por la mayoría de los elementos de la corporación, ya que toda su vida había sido policía y había ido ascendiendo por sus propios méritos; de tal manera que, si el Teniente era el director de la corporación, Dorilian, más que el Subdirector, era el que realmente mandaba. Los elementos lo respetaban y lo demostraban buscándole cuando tenían algún problema. Se había ganado el liderazgo de los policías a pulso porque Dorilian, antes que nada, era un policía.

  O, como acostumbraba decir el ínclito y eminente “filosofo” de los policías, el Comandante “Cayo Julio César” -que a la sazón no era comandante sino Oficial de Tercera y tampoco se llamaba Cayo Julio César sino Arcadio-, -¡Así somos los Huichos!- refiriéndose a ellos mismos, a como se auto-nombraban entre sí los policías, -una mano lava la otra porque una mano no se puede lavar solita. Todos los Huichos jalamos juntos-, entonaba el “filosofo”, no por su desmesurado acervo cultural y poder de discernimiento, sino por la increíble capacidad que tenía de pronunciar 258 pendejadas por minuto y acabar con la reputación de un pueblo en un dos por tres.

  Dorilian siguió hasta su pequeño cubículo, encendió la TV, se desguanzó sobre la silla y empezó a matar canales con el control remoto. Observó su reloj: eran las 7 de la mañana con 20 minutos. Los elementos estaban llevando a cabo el cambio de guardia, porque a más tardar -a las 8 de la mañana-, todo debía estar dispuesto para continuar con el servicio de la policía municipal como si nada pasara.


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  El Comandante Carreta entró por la puerta principal del palacio del Ayuntamiento con el andar seguro y con la sonrisa en la boca, saludando a cuanto elemento policiaco se encontraba. Pasó por las oficinas y observó sin ningún interés a la gran cantidad de personas que ya se encontraban en las distintas dependencias y direcciones del gobierno municipal. Atravesó la puerta a un costado de la central de radio y arrugó la nariz al explotarle en la cara el tufo a orines y mierda que escapaba de la cárcel municipal, que se encontraba llena, ya que la noche anterior había sido muy productiva en cuestión de detenciones.

  Siguió por el patio de la corporación, donde los "huichos" de la guardia entrante permanecían en formación a que les asignaran puestos y unidades móviles para iniciar sus labores correspondientes. Carreta permaneció a un costado y de reojo vio que el Oficial Puerquito, en plena formación, le tenía clavada la mirada con cara de pocos amigos.
"-¡Ta pendejo ese cabrón!-" pensó Carreta, ignorándolo por completo.
Sin embargo, el Oficial Puerquito seguía calmado...

  Carreta esperó, bromeando con los huichos a su alrededor, sin tomar en cuenta al Oficial Puerquito que no le quitaba la mirada de encima, hasta que le asignaron patrulla. Entonces, salió por la puerta trasera del patio hacia el lugar donde estacionaban las unidades y donde cada chofer entrante checaba que la unidad estuviese en orden y que el chofer saliente no le hubiera ordeñado el tanque durante la madrugada.

  El Oficial Fernando Hernández se acercó al Comandante Carreta mientras que éste seguía bromeando con otros dos elementos.
-Comandante, quisiera hablar con Ud.- solicitó, apenas audible, el Puerquito.

  -Bueno, compañero- le contestó Carreta, en voz alta, con tono sarcástico, luciéndose abiertamente con los demás huichos a expensas del Puerquito, -no me esté molestando, que estoy muy ocupado; además, yo sólo trato con gente de a bigote. Ahora, que si se siente Ud. competente, pues adelante. Pero a mí se me hace que es sólo un bochudo-.

  Los "huichos" explotaron en risa escandalosa y los que se encontraban más retirados, aunque no habían escuchado, tambien rieron, sospechando que se trataba de Carreta aprovechándose del Puerquito.
Sin embargo, el Oficial Puerquito seguía calmado...

  Se dio la vuelta sin decir nada. Entró por la puerta trasera del patio de la corporación, atravesó el patio y los comedores hasta que se unió a la larga fila de "huichos" frente a la puerta del banco de armas donde los que salían entregaban las armas que habían usado en la guardia anterior y los que entraban, como el Puerquito, pedían el arma correspondiente para la guardia que iban a realizar.

  Inmutable, el Puerquito aguardó su turno entre empujones, mentadas de madre, bromas y desmadre y medio de sus compañeros; sin decir palabra, sin mostrar la más ligera señal de que algo se estuviese cocinando en su interior. Hasta que estuvo frente al agente Niñón que estaba asignado al banco de armas, recibiendo y repartiendo.

  -¿Qué pasó, Puerquito?- preguntó haciéndose el gracioso el agente Niñon.
-Dame una pistola- exigió serio el Puerquito.

  El agente Niñón por un instante sintió como que algo no estaba bien; pero solo fue por un instante. Total, a el le venía valiendo madre si alguno de estos cabrones "huichos" había amanecido con la vena atravesada.
-Va a estar cabrón...- contestó Niñon mientras que miraba hacia todos lados como buscando algo, -ya no hay cartuchos.. mejor te doy la escopeta-.

  Niñón le pasó la escopeta y los cinco tiros propios, y luego apuntó en su Registro el nombre del Oficial y el arma que le había entregado. Pacientemente, el Puerquito dio media vuelta mientras cargaba la escopeta con los cartuchos; atravesó el patio hasta que salió por la puerta trasera, pasó al lado del Comandante Eustaquio que le estaba mentando la madre al Oficial Platanón por haber llegado tarde y porque ya eran las 8 con 20 de la mañana, y se dirigió hacia Carreta que ya se encontraba solo.

  El Puerquito cortó cartucho cuando lo tuvo a un metro. Carreta al oírlo, intentó voltear pero no alcanzó a hacerlo. Puerquito le soltó el primer tiro y Carreta sintió que algo le golpeaba por la espalda y le entraba bajo la axila derecha, inundándole el tórax de un calor extraño para luego salirle a un costado de la tetilla izquierda. El impacto lo aventó contra el duro pavimento, mientras intentaba, totalmente confuso, organizar el mundo que en menos de un segundo se le había volteado. Un segundo después, se dio cuenta de que le habían disparado y rodando lo más rápido que pudo, se llevó la mano a la cintura con la plena intención de sacar el revolver .38 para defenderse.

  Pero el Puerquito ya había vuelto a cortar cartucho y sin darle tiempo a nada, le disparó de nuevo impactándolo en el pecho y aventándolo completamente de espaldas. Carreta azotó con toda su humanidad, con el uniforme sin arrugas manchado de su propia sangre y grasa corporal, con las insignias doradas, pulidas hasta la obsesión, ahora salpicadas. Y la luz de los ojos se le fue apagando mientras que en su cabeza intentaba explicarse qué madres era lo que había pasado.

  El Palacio del Ayuntamiento se convirtió en un hormiguero alborotado: la gente empezó a salir de las oficinas y a atiborrar los balcones al oír los dos tiros, sin saber exactamente que estaba ocurriendo. Tranquilamente, el Puerquito se dio vuelta, entró por la puerta trasera, atravesó el patio y llegó al banco de armas donde le entregó la escopeta al Comandante Eustaquio:
-Ahí está el arma. Ya maté a Carreta- dijo impasible el "huicho" Puerquito.

  Los demás "huichos" corrían hacia el estacionamiento. El Teniente se dio el parón de su sillón y salió como un rayo del congelador que tenía como oficina para encontrarse con Dorilian que iba delante de él. Ambos llegaron frente a Carreta que yacía muerto sobre el piso del estacionamiento. El Teniente se congeló por diez segundos viendo el cadáver y oyendo sin escuchar el remolino de versiones excitadas que gritaban los mirones a su alrededor. Entonces, como empujado por un resorte, el Teniente dio media vuelta y como alma que lleva el diablo se encaminó hacia la oficina de la Presidencia que estaba en la planta alta. Tomó la escalera y, cuando iba a la mitad, se paró en seco: se había dado cuenta de que iba a echarle la bolita caliente -como siempre lo hacía- al Presidente. Pero ni siquiera sabía qué estaba pasando. Se regresó, buscando como loco a Dorilian hasta que lo encontró.

  Desesperado y con la angustia reflejada en el rostro, el Tte le preguntó:
-¿Y ahora que hacemos, Dorilian?-
Dorilian volvió a constatar la opinión que tenía sobre el Teniente: "¡Este cabrón es un pendejo!" pensó para sí. Paternal y con un dejo de “¡te lo dije!” le ordenó:
-Va a mandar al juez calificador a levantar el acta donde se asienten los hechos...- y su voz se perdió entre la bulla y los ires y venires de los mirones, los susurros de los testigos que no vieron nada, las 10,000 versiones que ya circulaban sobre el móvil del crimen y la completa ignorancia de todos, porque nadie sabía realmente nada. De cualquier manera, el Teniente estaba más interesado en el miedo a la regañada que le había pegado el Presidente; y con lo que acababa de ocurrir, de seguro lo capaba.   Hasta que alguien se acordó de que el Puerquito seguía impasible en el patio de la corporación. Tres "huichos" lo condujeron tranquilamente a la celda y lo encerraron, dejándolo solo. El Puerquito se quedó mirando el alboroto que había afuera.

  Sin embargo, el Puerquito seguía calmado...

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FIN

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    © 2003 José Francisco Pérez Alvarez