BAJO LLAVE
por José Francisco Pérez Alvarez
Macuspana, Tabasco.

Era como la eternidad, como la muerte misma... o quizá eso me pareciese porque siempre había estado ahí, encerrado en esa celda, atrapado en esa prisión oscura, húmeda, fría, alienada, espaciosa o mejor dicho, vacía. De grandes y gruesos muros vestidos con esa decoración que solo el tiempo puede lograr. Cubiertos de musgos, de lágrimas secas y alaridos mudos.

Sólo el estridente sonido de los insectos y las ratas rompía el silencio. Y esa gotera... esa estúpida gotera. Incansable, paciente, que me reventaba los oídos y que, exacta y calculadora, marcaba segundo a segundo toda la eternidad que llevaba encerrado.

Al principio, pensaba en el crímen que debí haber cometido para recibir tal castigo. Mas nunca pude recordar nada. Debió haber sido atroz, imperdonable, algo digno de un monstruo. A la fecha, ya no me preocupa tanto; la verdad, creo que ya no me importa. Trato de ocupar mi tiempo en otras cosas.

Tiempo...me gustaría saber cuanto llevo aquí. ¿Qué día será hoy?. Bueno, creo que aún me preocupa algo el tiempo. Es asfixiante pasar horas y horas observando los muros, pasando revista a los recuerdos que he olvidado, a las canciones que nunca canté, a la poesía que no escribí. De cualquier manera, no tengo otra cosa que hacer.

Hacer... más que arrastrar los grilletes y las cadenas que me atan. Esas ridículas cadenas doradas. Hubo un tiempo en que pensé que estaban hechas de oro; ahora no me cabe la menor duda: no puedo quejarme, tengo las más ricas y hermosas ataduras. Son lo más ridículo que he conocido, pero cumplen muy bien su encomienda; excelentemente. .

El único contacto que tengo con la vida es una pequeñísima abertura en lo alto de uno de los muros. Gracias a ella, puedo saber si es de día o de noche, aunque no puedo ver gran cosa; salvo algún rayo de sol que se escape furtivamente y me explote en la cara. Es el único vestigio de calor que tengo. Todo es tan frío y ajeno aquí.

Durante el día, me deleito con el bullicio de la gente que pasa. Nunca entiendo lo que dicen, sólo escucho gritos. Han habido ocasiones en que dudo de todo eso y casi podría asegurar que se trata de una creación de mi propia mente. Pero no puede ser, lo escucho tan real.

Las noches son peores: sólo oigo el silencio, los insectos y las ratas... y esa estúpida gotera. Me pregunto donde habrá tanta agua que siempre está goteando. Nunca deja de gotear.

En los primeros años, me ponía a contar las gotas. Una tras otra, siempre continuas, presentes, inexorables. Acababa por dormirme. Incluso, algunas veces llegué a soñar que me encontraba durmiendo en esa prisión, cansado de contar tantas gotas.

Y volví a dudar. Pensé que esto no era más que una pesadilla de la cual despertaría en cualquier momento. Pero la sangre coagulada en mis muñecas y tobillos es verdadera. Estos grilletes están bien forjados y se entierran en la carne de manera prodigiosa.

Muchas noches pensé en mi familia. Trataba de recordar el rostro de mis padres, pero nunca lo conseguía. En su lugar, siempre aparecía una rabia sorda, hirviente que crecía lascerándome por dentro, hasta que opté por olvidarme de lo que nunca pude recordar.

Y me inventé una familia: un padre protector y comprensivo, una madre amorosa y tierna; unos padres que me amaban por el simple hecho de que yo era su hijo.
Y me lo creí.

A partir de ahí, me inventé amigos, compañeros, gente, lugares, hasta que acabé recordando una vida que jamás había vivido y terminé por ser un tipo que no era yo.

Después de todo este tiempo, estoy seguro que muy pronto dejaré de sufrir este martirio. Algo me dice que el fin de mi condena se acerca. Algo así como un presentimiento, como la certeza de que lo sé, pero no sé ni como lo sé.

Al fin veré abrirse esa gran puerta y correré por los campos nuevamente, dejaré de respirar el aire enrarecido de este lugar y seré libre.

¡Libre!

No puedo negar que hay cierto temor en mí en lo referente a eso de la libertad. Es cierto que, probablemente, sea lo que más ansío en esta vida, pero no deja de resultarme perturbadora la sola idea de tener tanta libertad. Creo que no sabría que hacer con ella.

De cualquier manera, estar encerrado aquí es más fácil. Todo me es conocido y familiar. No tengo que tomar decisiones de ninguna clase más que la forma de echarme sobre el piso...

Hoy se ha acrecentado más la tranquilidad en mí, como una paz interna que me envolviera, como si no me importara en lo más mínimo nada. Siento mas relajados mis miembros. Tanto, que ya no me molestan los grilletes, ni las cadenas, ni el frío, ni la humedad, ni los insectos, ni las ratas... ni esa estúpida gotera.
Voy a extrañar la gotera cuando me vaya.

Algo pasa. La puerta se esta abriendo. La luz es demasiado brillante; casi me había olvidado cómo era el sol.

Dos guardias entraron y le quedaron viendo. Uno lo escupió, mientras que el otro extendía un gran manto. Lo amortajaron rápido, con movimientos mecánicos, conocedores de su oficio.

Al acabar, el que lo había escupido le propinó una patada al cadáver; el otro solo observó indiferente.

Un saco de papas hubiera sido más valioso para ellos, pero como tal, lo llevaron fuera de la celda hasta el acantilado y lo arrojaron al vacío.

Su condena había acabado. Era libre.



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